Ante las próximas elecciones

(versión íntegra del artículo publicado en La Nueva España de 28/4/16)

En estos meses de colaboración periódica en La Nueva España a través de esta columna, he intentado centrar mis artículos en acercar los asuntos europeos a mis conciudadanos, pero la situación política en España se ha tornado tan compleja, con efectos negativos también en el debate europeo, que no puedo dejar de opinar sobre mi país.

Después de los últimos acontecimientos, parece que repetiremos elecciones en junio. Ciertamente, la incapacidad de los actores políticos españoles para alcanzar un acuerdo se ha revelado como un factor muy negativo, fruto también de la elevada atomización del parlamento. Permítame el lector que no asigne a todos ellos la misma responsabilidad, después de los esfuerzos ímprobos de Pedro Sánchez. Pero, en todo caso, la ciudadanía sabrá valorar el trabajo del PSOE en este periodo que, aún con tan sólo 90 escaños, ha estado intentando hasta el final conformar un gobierno de cambio y progresista en España, el único que ofrecía una potencial mayoría parlamentaria sin contar con el apoyo, por activa o pasiva, de los soberanistas catalanes, que han entrado en bucle.

En todo caso, y con independencia de la valoración de este periodo de negociaciones, los españoles estamos llamados de nuevo a las urnas en las que deberemos dilucidar si apostamos o no por un cambio en la dirección del país.  Sin duda, mucho se discutirá sobre los aciertos de unos y otros en estas últimas semanas, pero el debate de fondo no puede ser otro que la valoración del mandato del Partido Popular con Mariano Rajoy al frente y la verosimilitud de las ofertas de cambio.

En este sentido, parece claro que Podemos no ha aspirado a acelerar el cambio en España. Su juego ha sido otro: intentar desplazar al PSOE. Obviamente, este objetivo es tan lícito como cualquier otro, pero el ciudadano debe valorar si es mejor superar la legislatura del PP o perpetuarlo por omisión. Y este propósito de la formación morada se le ha hurtado al electorado en las pasadas elecciones y parece que va a intentar hacer lo mismo ahora.

Desde las elecciones europeas, Podemos ha presentado a la ciudadanía tres programas enfrentados entre sí. Si en mayo de 2014 apostaban por nacionalizar la banca, en diciembre ya sólo querían construir una banca pública. Si en mayo de 2014 flirteaban con la salida del euro, algo que aún siguen votando en el Parlamento Europeo, ahora han sacado esa propuesta de la primera línea de parrilla, después del fracaso de sus amigos de Syriza en Grecia. Si en mayo de 2014 apostaban por un proceso constituyente, parece que ahora están más cercanos a una reforma. Los partidos en el poder deben acondicionar sus promesas a una realidad cambiante, a veces demasiado cambiante, pero resultan curiosos estos movimientos fuera de cualquier puesto ejecutivo. Según su criterio, la «vieja política» prometía unas cosas y hacía otras al llegar al poder. Ellos cambian, al albur de las encuestas, antes de tener responsabilidad alguna.

Por otro lado, Podemos nació con el ímpetu también de renovar las maneras de hacer política. Hay quien cree que los partidos de izquierda han vivido un proceso de amodorramiento desde mediados de los noventa que les ha ido restando capacidad de atracción, encorsetados en burocracias muy poderosas. Sin embargo, aunque bien identificado el problema, Podemos se ha transformado en muy poco tiempo en un aparato aún más rígido que los demás. Los sistemas de elección de candidatos, cuando no han sido trucados, han mantenido un modelo mayoritario sin espacio para las minorías, más allá de los ajustes de cuentas que hemos visto recientemente en su cúpula. Este modelo de funcionamiento no sólo no ha constituido un modelo de partido más abierto, sino que adolece de los mismos problemas del histórico centralismo democrático.

Asimismo, la corrupción y el abuso de poder están cuestionando los principios de nuestro consenso social, con la imputación del PP por la destrucción de los ordenadores de Bárcenas, entre otras causas de financiación ilegal. Sin duda, esta realidad aleja a nuestro país de los modelos europeos, donde el centro-derecha no se encuentra acosado por escándalos ni siquiera comparables. Esta corrupción ha abierto las vías a nuevas formaciones, que por recientes más que por otras cuestiones, ganan también apoyo popular. Sin embargo, en muy poco tiempo también, hemos visto a los líderes de Podemos referirse a uno de sus compañeros condenado por agresiones como «preso político», por cierto como hacen con los aún miembros de ETA en prisión, han apuntado a una supuesta presión policial contra ellos ante las imputaciones contra alguno de sus diputados y ha sido evidente su propio abuso de poder desde el margen de maniobra del que han dispuesto en su pasado universitario. En mi opinión, la corrupción tiene más que ver con el comportamiento individual que con las organizaciones, aun cuando el PP nos está dando razones sólidas de lo contrario.

Por último, pero no por ello menos importante, el liderazgo de Pablo M. Iglesias ha llegado a ser insoportable para cualquier ciudadano con algún de apego a la libertad de pensamiento. No hablaré de su estilo, ni de sus operaciones orgánicas de laminación de la pluralidad de opiniones internas, sino de ese narcisismo que le llevó a estampar su rostro en la papeleta de las elecciones europeas o a apropiarse de la identificación unipersonal con un supuesto pueblo soberano. Ese discurso que no discierne entre las instituciones democráticas, la independencia de poderes y el juego limitado de las mayorías, siempre a disposición del respeto de las minorías, supone un riesgo muy elevado. Su propuesta para comprometer a las instituciones independientes con los objetivos del gobierno, magistrados entre ellos, perfila una visión de la democracia muy alejada de sus principios rectores. Esa supuesta transversalidad ideológica junto a la apelación a las masas, sin intermediación, asientan las bases del pensamiento iliberal tan en boga, por otra parte, en otros países occidentales, desde Estados Unidos a Alemania que amenaza seriamente nuestro sistema constitucional. En todo caso, parece que la transversalidad está dando pasos ahora hacia otros acuerdos, en un batiburrillo en el que se confunden nacionalistas españolistas, independentistas y anti-europeos en una mezcla que entristece a quienes respetamos profundamente el desarrollo de las ideas euro-comunistas que surgieron en los años ochenta y tras el importante papel jugado por el Partido Comunista en la transición.

En fin, resulta necesario hacer un llamamiento a los ciudadanos que en diciembre decidieron apoyar a Podemos, no sólo a la luz de la clarificación de sus intenciones. No podemos hablar de Podemos como una fuerza monolítica, aún a pesar del trabajo de su líder en tal propósito, sino que más bien esa formación aúna a clásicos militantes de la extrema izquierda y/ nacionalistas, jóvenes o maduros, que durante años han estado pululando por partidos sin futuro alguno, junto a votantes de una generación, la mía, que ha sufrido con especial virulencia la crisis. Pero, ahora, dudo que se pueda repetir.

El escenario político español necesita una profunda renovación, pero esa revisión pasa más por otras personas, como está haciendo el PSOE, que por la proliferación de nuevas organizaciones con los mismos o peores vicios que la de los partidos fundacionales de la Constitución. Confío también que durante este tiempo de tribulaciones, los ciudadanos hayamos captado estas diferencias y la necesidad, por otra parte, de dar carpetazo a estos ya cuatro años y medio del Partido Popular, para lo cual se necesita una victoria del PSOE, ante los complejos de quienes sólo quieren dividir aún más nuestro país.

No Comments

Post A Comment