Con independencia del 1-O, es evidente que tenemos un problema de fondo. En estos momentos, podríamos convenir que en torno a dos terceras partes de la sociedad catalana está a favor de realizar una consulta, es decir, entienden que Cataluña es soberana para decidir su pertenencia o no a España. Si bien, no parece que haya una mayoría que apoye la independencia. En todo caso, cabe preguntarse hasta cuándo se puede mantener una presión similar para la celebración de un referéndum y qué podríamos hacer para encauzar esta crisis.
Por una parte, hay quien entiende que la creciente insatisfacción de una mayoría de catalanes en su acomodo en España puede ser algo temporal, fruto de las propias dificultades del conjunto del país en esta última década, marcada por la crisis económica y los casos de corrupción. Esta interpretación ahonda también en la manipulación de los partidos políticos nacionalistas, que han copado las instituciones de la Generalitat, de la educación o de los medios de comunicación. Bajo este prisma, la estrategia necesaria pasaría por la reducción del autogobierno de Cataluña y la centralización de algunas políticas, especialmente la educativa, y confiar en que la mejora económica aminorase las tensiones sociales subyacentes.
Por otra, hay quien defiende la existencia de un problema histórico y político de fondo que debe ser atendido. Así pues, cabría una reforma constitucional que permitiera esos tipos de referendos con el desarrollo de una ley de claridad que dote de legitimidad suficiente y garantías oportunas. Otra versión de esta misma aproximación que quizá exigiría una reforma constitucional menos profunda pasaría por la creación de un sistema fiscal ad hoc para Cataluña, que por semejanza al cupo del País Vasco y Navarra redujera la redistribución en el conjunto del país, aderezado de una mayor participación de las Comunidades Autónomas en la toma de decisiones del Estado y una descentralización más amplia.
Sin embargo, estas visiones presentan notables interrogantes. En primer lugar, caminar por una vía re-centralizadora no tiene apoyos políticos suficientes. Si la convocatoria de un referéndum, ya sea para continuar o no en España, presenta un notable apoyo en Cataluña, el respaldo a los actuales niveles de autogobierno aún es más amplio y no veo vía política posible para avanzar en esa dirección sin tensionar aún más (y no sé hasta dónde) a la sociedad catalana. En segundo lugar, ofrecer como resultado al actual chantaje un nuevo sistema fiscal generaría problemas de riesgo moral quizá demasiado elevados sin unas garantías mínimas de la contraparte y, a su vez, dudo que una reforma constitucional que reconozca la soberanía de Cataluña u otras comunidades pueda concitar el consenso necesario en el conjunto del país. De algún modo, también está sobre la mesa la propuesta del PSOE que podría ser útil para encontrar es encaje de Cataluña en el marco de una actualización del modelo del Estado de las Autonomías, aunque se necesitaría para ello un escenario de negociación que aún no está en el horizonte.
Ciertamente, yo no tengo la solución a este conundrum aunque sé en qué país me gustaría vivir, en aquél en el que el cariño por nuestra “patria chica” conviva con la lealtad a un proyecto más amplio enmarcado también en la construcción de Europa. Creo que los asturianos somos un buen ejemplo en este aspecto.
Por eso, lo que más preocupa es la ruptura de la convivencia en Cataluña con una mayoría no independentista partida por el supuesto “derecho a decidir” y silenciada por esa minoría secesionista, dividida a su vez entre aquellos una visión identitaria, con los que hay poco que consensuar, y otra utilitarista de la independencia, amén de los revolucionarios que se apuntan a cualquier apuesta que desestabilice a nuestra sociedad. Y todo ello con un enfrentamiento en el conjunto del país que nos retrotrae a lo peor de nuestra historia y nos aleja de las necesidades del presente.
En fin, la palabra “soberanía” elude a grandes misiones pero esconde una inoperatividad manifiesta en este mundo globalizado. Desearía no ver a mi país enredado en un debate absolutamente improductivo que nos encapsula aún más sobre nosotros mismos en una espiral hacia ninguna parte. Respetemos el legado de nuestra historia, reconozcámonos en nuestra naturaleza y entreguémonos a conquistar el futuro, superando estas discusiones decimonónicas.