La política ha vuelto

Los felices años 90 no fueron más que una ilusión. Al igual que en la segunda década del pasado siglo, que mereció idéntico adjetivo, Occidente transitó por un periodo sin mayores preocupaciones, confiados en un futuro que sería prospero por definición en virtud de la flecha determinista del progreso. Olvidamos en aquellos años los problemas de escasez y la pobreza, la incertidumbre de la propia existencia humana y la débil consistencia sobre la que se asienta el sistema de libertades y derechos que nos fuimos dotando a lo largo del siglo XX.

Aquélla década conformó un marco de debate político cargado de optimismo, ausente de contingencias materiales, que alimentó la retórica individualista, por la cual sólo hacía falta proveer a los ciudadanos de los instrumentos necesarios, esencialmente educación, para surcar las olas de la vida con éxito. Cualquier persona desarrollaría su proyecto vital sin más limitaciones que sus propios deseos y propósitos. El entorno, las condiciones globales, el marco general nunca volverían a ser un limitante objetivo.

Por un momento, tras los ataques terroristas sobre Estados Unidos en septiembre de 2001 o la explosión de los trenes de cercanías en Madrid, fuimos conscientes de que el “fin de la historia” no estaba tan cerca como creíamos. Pero ni tan siquiera esos eventos nos hicieron plantearnos el marco conceptual de progreso infinito que alimentamos en los años previos. Es más, persistimos en ello sin desaliento.

Los ciudadanos en Occidente seríamos siempre libres, la democracia ampliaría sus entornos geográficos, y la política económica tenía los instrumentos y la capacidad para guiar los ciclos sin apenas impacto sobre la prosperidad general. Habría que derrotar al terrorismo, pero la democracia saldría triunfante. Cada persona seguiría siendo dueña enteramente de su destino, y cada cual, con una buena educación, sería capaz de desarrollar sus proyectos vitales en plenitud.

Ante esta ausencia de incertidumbres, de limitantes evidentes, de escasez a repartir, había que centrar el debate político en otras áreas. Esta evolución fue más penosa para la izquierda que perdía de facto el corazón de su razón de ser: la lucha contra la pobreza y las desigualdades. Y esto nos condujo hacia otros debates más alineados con las preocupaciones de entonces: la capacidad del individuo para reconocerse a sí mismo y transitar por ese entorno de abundancia en feliz sintonía. Eso fue la Tercera Vía de Blair y Clinton, el Nuevo Centro de Schroeder y la Nueva Vía del socialismo español liderado por José Luis Rodríguez Zapatero ya en los inicios del siglo XXI.

Pero esos objetivos post-materiales de la izquierda necesitaban una justificación intelectual, al margen de los debates seminales sobre la desigualdad. Todo era más difuso, nada parecía evidente y empezamos a preocuparnos por descubrir problemas, que un siglo atrás habríamos llamado “pequeño-burgueses”. Y para hacer emerger esas incomodidades existenciales que dificultaban la plenitud de la vida hubo que recrear nuevos marcos conceptuales, algunos de los cuales resultaron ciertamente artificiosos. Lo prioritario sería entonces definir el área de debate público. En fin, inventarse los problemas a resolver, esperando que la fijación del terreno de juego en aquellas cuestiones donde el electorado te reconocería, te permitiría salir al campo con una ventaja adelantada. George Lakoff resumiría esta aproximación en su libro “No pienses en un elefante” en 2007, en los albores de la gran crisis financiera que nos arrollaría la década siguiente.

Y de la definición del entorno del debate público pasamos al control del “relato”, palabra de infausto presente. El objetivo político no volvería a ser la resolución de problemas materiales, sino la creación de entornos discursivos, el diseño de relatos. La fantasía en manos de publicistas, entregando la agenda política a propósitos eminentemente individualistas y post-materialistas.

Pero si este nuevo mundo resistió los embistes del terrorismo internacional, ha estado a punto de aguantar también el paso de la crisis financiera de hace una década. Basta observar la evolución del movimiento del 15M, fraguado en los inicios de esa depresión, para evidenciar lo artificioso de gran parte de sus propuestas, la focalización de nuevo en el individualismo, la ausencia de una reflexión de “clase” y su camino hacia nuevas formas de populismo, en su versión peronista, bolivariana o iliberal. La gran parte de los obreros no cualificados continuaron votando a los partidos socialdemocracias clásicos, mientras las nuevas formaciones que nacieron al calor de esa recesión lo hicieron, en todo el abanico ideológico, replicando y amplificando los errores conceptuales que alumbraron la década de los noventa.

Y ahí nos pilló la pandemia, entre debates impostados para conformar relatos, para escribir cuentos. Si ya no hay pobres, no habrá sujeto político en pos de la igualdad. Si no hay género, no habrá más feminismo que las posiciones individualistas. Si sólo hay “arriba y abajo”, no habrá cauces institucionales para encauzar los conflictos en beneficio de todos. Sólo nos quedará, como veíamos, la nación, el pueblo, la patria como elemento de acción política tan dañino para la convivencia como siempre ha sido, junto a ese individualismo, que derrite cualquier pulsión colectiva, es decir, la propia razón de la Política.

Este virus ha golpeado con fuerza nuestras sociedades, el determinismo progresista y las vacías retóricas de los relatos en que se ha convertido el debate político. Pero, además, este virus se está cebando con la última generación materialista de ciudadanos en Occidente, que conocían la escasez, los conflictos sociales y las estrategias para poner en pie sistemas de redistribución y equidad. Los últimos con una concepción prudente del Poder, que reconocían al adversario político, y buscaban equilibrios de conllevanza. Se está perdiendo demasiada conciencia colectiva, demasiada inteligencia y talento en esta emergencia sanitaria. En un momento, además, donde mi generación necesita buscar inspiración, más allá del inmediato pasado, las referencias para retomar la acción política constructiva, por encima de los cuentos y los relatos de las últimas décadas.

Volvamos, pues, al pan de cada día, y respondamos ahora a esta crisis sanitaria, que es económica y será política, de nuevo, atenazados por la larga sobre de las autocracias. La Política ha vuelto, los relatos deben morir.

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