02 Mar Paradojas y contradicciones del Brexit
La pasada semana tuve la oportunidad de participar en una misión del Parlamento Europeo al Reino Unido. Los temas de nuestras reuniones estaban vinculados a los asuntos financieros, a lo que me dedico más especialmente en el Parlamento (amen de defender los intereses de nuestra Asturias), y las visitas se repartían entre Westminster -las Cámaras de los Lores y los Comunes-, el Gobierno del Reino Unido y agencias supervisoras como el Banco de Inglaterra o la Autoridad de Supervisión Prudencial. En todo caso, el avance de las negociaciones para cerrar el Protocolo de Irlanda del Norte sobrevolaba todas las conversaciones a la espera, entonces, de cerrar finalmente un pacto también en ese tema. Y parece que, en estos últimos días, el acuerdo se ha cerrado. Y digo “parece” porque aún no está claro si contará con apoyo suficiente en el Reino Unido, más allá de la reunión protocolaria del rey Carlos III con Úrsula von der Leyen, donde el monarca venía a ofrecer su respaldo a tal acuerdo, echando un cable al Primer Ministro, e involucrándose, por cierto, en asuntos políticos que no son de su competencia. Tal es así que el acuerdo ha pasado a denominarse “el marco de Windsor”, el castillo donde el rey y la presidenta de la Comisión se reunieron.
Quizá merezca la pena hacer un rápido repaso al entuerto. El Acuerdo de Viernes Santo, que propició el fin de la actividad terrorista del IRA, obliga a la inexistencia de frontera alguna entre Irlanda del Norte y el resto de la isla, más allá de dejar abierta la puerta a un referéndum para la reunificación irlandesa y, por lo tanto, la independencia de la provincia de Belfast de Gran Bretaña. Sin embargo, el Brexit obligaba a su vez a fijar esa frontera en la isla de Irlanda para formalizar la salida de todo el Reino Unido de la Unión Europea. La Comisión ofreció a Theresa May primero y a Boris Johnson después mantener al país en la unión aduanera, pero ambas ofertas se encontraron con el rechazo británico, lo que obligaba sí o sí a fijar esa frontera. Con todo, la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca ayudó también a dejar claro en Downing Street que esa frontera no podía existir, al poner en riesgo la paz en la región, vinculada al acuerdo de Viernes Santo, de modo que el tratado final fijó una frontera marítima entre la isla de Gran Bretaña y su provincia de Irlanda de Norte. Es decir, una frontera interior en el Reino Unido, manteniéndose Irlanda del Norte en el mercado único europeo y, por lo tanto, sin frontera terrestre con el resto de la isla.
Ahora bien, esa división, más allá de ahondar en las contradicciones del Brexit, obliga también a Irlanda del Norte a implementar la regulación europea, que aprueban Consejo y Parlamento, pero sin representación alguna en Bruselas. Es decir, mantener a Irlanda del Norte en el mercado único fuerza a aplicar las leyes decididas por la Unión, donde no hay representantes de Belfast, y, por cierto, con control judicial de la Corte Europea de Justicia, no de la justicia británica. En fin, un galimatías jurídico-político.
Si, querido lector, has llegado hasta aquí, te interesará, pues, conocer el resultado. Pues bien, el acuerdo facilita el tránsito de algunos bienes, principalmente alimentos, entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte, y suaviza algunos controles más en la frontera marítima. Se mejora también la cooperación entre agencias tributarias a la hora de gestionar el IVA y se clarifica el uso de ayudas de Estado en Irlanda del Norte que podría generar problemas con el mercado único europeo. En todo caso, y sin entrar en más detalles, el acuerdo establece también vías de comunicación entre la actividad legislativa europea e Irlanda del Norte, y este punto es el más conflictivo: en casos muy concretos, el Reino Unido podría solicitar la no aplicación de algunas regulaciones en Irlanda del Norte. Esta excepción en el seno del mercado único, sin duda, puede generar problemas de consistencia regulatoria, si bien se mantiene la jurisdicción de la Corte Europea de Justicia.
Sin duda, resulta difícilmente justificable que Irlanda del Norte deba aplicar la regulación europea sin representación alguna en las instituciones comunitarias que las aprueban, pero ello es el resultado natural del empecinamiento británico en retirarse no sólo de la Unión Europea, sino también de la “unión aduanera”. Así pues, la Unión acepta ahora una potencial no aplicación de sus leyes en un territorio concreto en el seno del mercado único, lo que no es un buen precedente, si bien se mantiene la supervisión por parte de la justicia europea, una cuestión crítica hasta ahora para los unionistas de Belfast. Parece, pues, que la Comisión ha sido más sensible a los argumentos de legitimidad democrática, aunque aún no sabemos si finalmente este acuerdo verá la luz en el Reino Unido. Por cierto, paradójicamente, el primer ministro británico Rishi Sunak presentaba exultante estos días el acuerdo, afirmando que Irlanda del Norte se garantiza el acceso al mercado único europeo y al británico como un activo exclusivo en el mundo. Pues bien, ese era el activo de todo el Reino Unido antes del Brexit.
Un último comentario sobre la legitimidad democrática. Los defensores del Brexit venían criticando a la Unión como entidad burocrática y tecnificada donde no se oye la voz del pueblo. Esto también se escucha en otros lares, e incluso hay quien quiere confirmar tales infundios apropiándose de las decisiones democráticas de la Unión, sin contar con respaldo electoral alguno. A lo que vamos. En las reuniones mantenidas con los responsables de asuntos financieros, nos informaron que toda la regulación que tramitaba el Parlamento Europeo no pasará ahora a manos del Parlamento británico, sino que serán las agencias supervisores -como el Banco de Inglaterra, la Autoridad Prudencial, o el supervisor de los mercados de valores- quienes legislen directamente. De este modo, el pueblo británico, que siempre contó con excelentes y muy influyentes eurodiputados en el comité de Asuntos Económicos y Monetarios, se queda ahora sin representación alguna en la tramitación de la regulación financiera, que pasa directamente a las manos de las burocracias supervisoras locales. Contradictoria manera de “retomar el control”, como clamaban en la campaña del referéndum del Brexit.
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