Sorber y soplar

El inicio de este curso político en Bruselas sigue enfangado en la guerra de Putin sobre Ucrania y sus consecuencias en nuestra Unión: desde su impacto directamente en el coste y los suministros energéticos, a la caída en el ritmo de actividad que acabará en recesión en algunos países europeos, pasando por la revisión de la política monetaria de los bancos centrales. Por supuesto, la situación más crítica se encuentra sobre el terreno en Ucrania, donde el conflicto se recrudece. De este modo, si casi todo depende de la evolución de la guerra, repasemos los últimos acontecimientos de una manera rápida y sucinta.

La anexión de Putin de los territorios del sudeste ucraniano, estableciendo ya un corredor terrestre hasta Crimea, a través de unos supuestos referendos con la ratificación posterior de las autoridades constitucionales rusas, supone un salto en el grado del conflicto. Las tropas que dirige Moscú no controlan la totalidad de los territorios que supuestamente se han auto-determinado a favor de su ingreso en Rusia. Ahora bien, una vez han sido aceptadas como “territorio ruso”, el ejército de Putin estaría “legitimado” para acabar de controlar todas esas regiones.

Sin embargo, en las últimas semanas no ha ocurrido eso, sino exactamente lo contrario: el ejército ucraniano ha venido avanzando, con menores resistencias que en las semanas previas, sobre los territorios supuestamente anexionados por Rusia, de norte a sur. Así, la toma de Lima, importante nudo de comunicaciones y vía de aprovisionamiento del ejército ruso, ha abierto la puerta al control del conjunto de Jersón, especialmente de su capital que ya parece estar evacuándose. Y a su vez, el golpe al puente que une Crimea con la Rusia continental por encima del Estrecho de Kerch, entre el mar de Azov y el Negro, ha dificultado la llegada por el sur de suministros a las regiones en conflicto, amén del impacto psicológico sobre las fuerzas rusas.

Por su parte, en Rusia (en el territorio ciertamente ruso), el ministerio de Defensa ha puesto al frente de la dirección de la “operación militar especial” al general Sergei Surovikin, viejo conocido de la guerra en Siria al servicio de Bashar al Assad. Este nombramiento ha conllevado el reinicio de los bombardeos indiscriminados sobre la población civil en Kiev y en otras ciudades hasta ahora más alejadas de la guerra, tras los primeros compases de febrero y marzo. Además, se ha recrudecido la leva, especialmente en provincias y entre minorías étnicas para minimizar el rechazo popular en Moscú. Y todo ello con una intensificación en las declaraciones públicas, especialmente de Medvedev, sobre la posibilidad del uso de armas nucleares, en principio, tácticas. (Indicaré al lector español, que quizá perciba el terreno de operaciones muy alejado, que los colegios europeos en Bélgica han pedido autorización por escrito a los tutores del alumnado para suministrarles pastillas de iodo en caso de radicación). Así las cosas, y sin pretender en ningún caso militar en la superioridad moral del pesimismo, no parece que el fin del conflicto esté cerca.

Por todo ello, los precios energéticos seguirán elevados, y no porque se esté especulando por tales recursos, sino simplemente porque o bien hemos decidido no comprarlos a Rusia, para dificultar la financiación de la invasión, o bien porque Rusia ha dejado de vendérnoslos, abiertamente o discretamente, quizá también con sabotajes entre medias. Es decir, la inflación energética recoge la escasez subyacente. Es cierto que en materia eléctrica se han tomado decisiones críticas para contener los precios, reduciendo el impacto del gas en el pool (excepción ibérica) y/o bien socializando parte de los beneficios extraordinarios (reglamento del Consejo). Y también se ha avanzado en el posible diseño de un cartel de demanda europeo que ayude a contener los precios a corto plazo. Ahora bien, hay que tener presente que Europa necesita encontrar proveedores de gas alternativos, aunque sólo sea para abordar la transición energética, y es necesario para ello estimular la inversión.

Así pues, los precios, en parte por propios costes energéticos, seguirán altos, aunque los bancos centrales están trabajando para contener la inflación. La cuestión es que más pronto que tarde observaremos objetivos contrapuestos entre estabilidad financiera e inflación en la implementación de la política monetaria. En lo últimos días, este conflicto ya se ha dejado ver en el Reino Unido, y se ha saldado con la retirada de un presupuesto que disparaba el déficit, pero también con una cierta erosión de la credibilidad del Banco de Inglaterra, cuyas ramificaciones no están resueltas. Recordemos que la crisis del coronavirus tuvo un tratamiento pactado y renovado en Europa ante los riesgos de deflación que conllevaba, instrumentos que pudieron haberse implementado también en la crisis financiera previa, aunque no se quiso. Ahora bien, en estos momentos, los riesgos no son deflacionarios, sino exactamente lo contrario, son inflacionarios, y la caja de herramientas de la política económica se restringe notablemente bajo ese marco general. Confío en que tomemos nota del suceso británico de estos días para interpretar bien lo que nos traemos entre manos.

Por todo ello, la economía alemana, dependiente de la energía rusa a bajo coste y de los mercados globales para sus exportaciones, ha comenzado a registrar tasas de crecimiento negativas y previsiblemente entrará en recesión este invierno. Es cierto que las reservas de gas se encuentran en tasas elevadas, siguiendo la propuesta de la Comisión Europea en este sentido, y por lo tanto el efecto de momento sólo se concentrará vía precios, aunque podamos ver en este país y en otros de la Europa central y del este algunos casos de racionamiento. En todo caso, el reto se concentrará en recuperar esos niveles de alzamiento a partir de la primavera próxima, sin acceso ya, a diferencia de lo acontecido en el último año, al gas ruso y pendiente de las nuevas infraestructuras alternativas, entre ellas el Midcat, las nuevas plantas de GLN, o incluso del stock de barcos metaneros.

El conundrum no es sencillo de resolver y hay que equilibrar los incentivos a la inversión vía precios mayoristas, junto a la protección de los hogares humildes y a parte del tejido económico afectados por esos mismos precios, ya en el mercado minorista. Sorber y soplar. La política fiscal debe minimizar el coste de esta crisis, pero sin el grado de libertad que la deflación nos permitió durante la pandemia y asumiendo que no estamos ante un shock temporal, sino ante algo más estructural que conllevará parte de destrucción creativa schumpeteriana. Sorber y soplar. Y una política monetaria que contenga la inflación sin introducirnos en crisis financieras, pendientes también de la política fiscal. Sorber y soplar. Entramos, pues, en un terreno muy delicado donde la brocha gorda de la pandemia no es operativa. Es momento, pues, de hilar muy fino para que los efectos de esta compleja crisis afecten en la menor medida posible a las rentas medias y bajas. Seguiremos trabajando para que así sea.

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