Brexit: it´s not a goodbye

En los años en que cursaba la licenciatura de Economía en la Universidad de Oviedo había tiempo para casi todo. Asistía con regularidad a las clases, faltando sólo por alguna causa mayor, como la “novena” de Química, las partidas de tute o mus en casa Miguel o las reuniones del Claustro, donde representaba a mis compañeros de la facultad. Pero entre el estudio propiamente dicho, el compromiso político incipiente y el ocio, también encontraba hueco para asistir a los seminarios de eficiencia y productividad del ahora ya catedrático Antonio A. Pinilla. Esas sesiones me mostraron desde dentro el mundo de la investigación económica, un entorno al que después siempre quise dedicarme, sin encontrar hasta ahora el momento oportuno. En todo caso, al terminar la licenciatura me convencí de la necesidad de seguir estudiando, primero inglés en el Reino Unido, instigado por Antonio Masip, y después economía en el Banco de España y en la London School of Economics.

Mi primera visita al Reino Unido fue en el otoño de 2001, donde pasé tres meses intentando mejorar el nuevo esperanto universal, el inglés, en una ciudad del norte de Inglaterra, Huddersfield, donde la “u” se pronunciaba en español. Aquellos meses pasaron lento en la ciudad que vio nacer a Harold Wilson, donde se hacía sentir la decadencia industrial. Conocí esos meses una Inglaterra poco transitada en las rutas turísticas, y que sería años después el epicentro del voto “Leave” en el referéndum del Brexit de 2016. Una región con pocas esperanzas, marcada por la emigración tras los ajustes tatcherianos, la inmigración de ciudadanos provenientes de todos los rincones del antiguo imperio británico y la melancolía de un pasado glorioso. Aquellas personas podrían haber votado en contra de cualquier cosa por la que se les hubiera preguntado. La sensación de un futuro robado se percibía en los pubs de la ciudad cuando a última hora algún inglés oriundo pasado de peso acababa cantando “my way”, con una bola de billar por cabeza y una piel blanquecina que transparentaba rápidamente el efecto del alcohol por sus venas, antes de la pelea rutinaria tras el sonido de la campana que marcaba el inicio del fin de la velada. El mismo ambiente se percibía en los partidos de fútbol del equipo local, que sumaba muchas décadas ya fuera de la Premier. Sólo los alumnos llegados a su Universidad de las zonas colindantes ofrecían algo de savia nueva a la ciudad, con los que coincidía cada fin de semana en la única discoteca céntrica de la ciudad, donde sonaba entonces Kylie Minogue y su “la, la, la” de Can’t Get You Out Of My Head.

Años después, en 2006, volví al Reino Unido, en esa ocasión a Londres. La capital británica tenía poco que ver con la Inglaterra que había conocido en mi primera visita a la pérfida Albión. Mi estancia en la London School of Economics and Political Science me ofreció otra imagen diametralmente opuesta. Los alumnos internacionales se agolpaban por los pasillos de la universidad, mientras un profesor asiático impartía las clases de econometría avanzada alas que asistía, reforzando el estudio de los distintos “estimadores” que ya me había enseñado en el CEMFI Manuel Arellano, candidato permanente al Nobel, que más pronto que tarde tendrá que recibir. Cada día al finalizar las clases, los estudiantes asistíamos a todo tipo de conferencias, creyendo revivir la atmósfera donde Keynes y Hayek debatían décadas antes y diseñaban las políticas económicas que se habrían de ir turnando en Occidente durante todo el siglo XX. En aquellos meses se bailaba Sorry de Madonna en todo el mundo, y Londres era ya la ciudad más cosmopolita de Europa, fraguando lo que después sería el corazón del “Remain

En ese verano, los servicios de seguridad desmontarían un atentado inminente contra un vuelo transatlántico entre Heathrow y Estados Unidos. En la conspiración aparecían ciudadanos británicos con nombres pakistaníes criados exactamente en el norte de Inglaterra. Se unía así, en el tiempo y en el espacio, mi estancia previa con aquellos días felices de estudiante en la referencia académica para tantos economistas. Mi vuelo de vuelta a la Europa continental partía al día siguiente del operativo policial, y mi maleta se perdería en el aeropuerto, transitando por medio mundo durante varios meses, y obligándome a vestir por Paris, un par de días ya de turista, con una camiseta de Le Chat Noir con su gato negro característico, donde alargaba mi estancia fuera de España con mi novia entonces, hoy esposa, Lucía Álvarez.

Habría de volver después al Reino Unido en varias ocasiones, las más de las veces a seminarios organizados por el think-tank Policy Network, capitaneado por Peter Mandelson, donde trabajaba Cibrán Fernández, que sería más tarde asesor de exteriores en La Moncloa, con Pedro Sánchez, ahora en el gabinete del Presidente del Consejo Europeo, Charles Michel. A partir de 2014, ya como eurodiputado, volví a Londres para actos del Instituto ASPEN, las tertulias hispano-británicas y a reunirme con la diáspora asturiana, en el fragor de la negociación del Brexit, que se concentraba alrededor del Hispania, con la cocina de Morán, la gestión de Pachín (que luego abriría exitosamente en Bruselas con Adrián en los fogones) y la presencia de amigos y compañeros de estudios como Roberto Casas, Jorge F. Castaño o Nacho Morais.

Y así llegamos hasta el presente, y a mi voto favorable la pasada semana para la aprobación del Tratado del Brexit. Un voto marcado por una desazón infinita, un voto resignado con una dosis de cansancio y hastío por el tiempo perdido en estos años discutiendo sobre una salida que nunca tendría que haberse producido. Un voto también cargado de responsabilidad, evitando alargar aún más toda esta penitencia. La sesión fue extraordinariamente emotiva, con las intervenciones de nuestros colegas del labour pro-remain, tan lejos de la ambigüedad de su infausto líder. Un día triste para muchos que sólo puede representar la semilla de un nuevo comienzo para la Unión, para la Unión Europea, que seguirá tendiendo la mano a nuestros hermanos de más allá del Canal de La Mancha, con quienes los asturianos compartimos también un mar de relaciones históricas, de apoyo mutuo del que nuestro ilustrado Flores Estrada tendría mucho qué decir. It’s not goodbye, it’s au revoir.

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