Centrar recursos en los más jóvenes

Van pasando las semanas y las medidas de confinamiento empiezan a relajarse. Habrá que estar pendientes, en todo caso, de posibles repuntes, a la vista de lo observado en otros países. Pero sin restar un ápice de gravedad a la emergencia sanitaria, que aún sigue presente, comienzan a vislumbrarse más nítidamente los costes económicos y, por ende, sociales del escenario al que nos enfrentamos. Y, en este sentido, la generación «millennial», la de aquellos nacidos en la década de los ochenta, se enfrenta, de nuevo, a las peores consecuencias. Es urgente, pues, situar en el objetivo de las políticas públicas a esta generación, ante el riesgo de abrir una fractura social con largo impacto en nuestra sociedad.

El inicio de la crisis financiera global en 2007-08, que luego fue de Deuda pública en la eurozona a partir de 2010, redujo la renta per cápita de nuestro país más de un 10 por ciento, caída que obviamente no sufrieron todos los españoles de igual modo. Mientras las generaciones más adultas resistieron razonablemente, con el apoyo del sistema público de pensiones, los más jóvenes no disponían de modelos de protección a su alcance. Ni siquiera el sistema de desempleo pudo cubrir las necesidades básicas, en la medida que la incorporación al mercado laboral de esta generación se realizaba fundamentalmente a través de contratos temporales, sin apenas costes de despido y menores prestaciones. A la pérdida de trabajo se unieron en muchos casos problemas severos con algunos gastos comprometidos, véase hipotecas, que dieron lugar a situaciones muy dramáticas. Una generación que ni siquiera ha visto los rendimientos positivos de la educación, de los que pudimos disfrutar los que ya pasamos de los 40.

A su vez, la falta de recursos impactaba en los niños nacidos en esos años de unas recién formadas familias jóvenes que iniciaban la andadura profesional con contratos precarios y endeudamientos, con frecuencia muy elevados, dada la burbuja de precios inmobiliarios previos a la recesión. Es cierto que el sostenimiento de las pensiones ayudó en muchos casos a mantener también a estas familias jóvenes, vía solidaridad intrafamiliar privada, pero hemos de reconocer que el sector público no estuvo a la altura de las circunstancias.

En 2017, diez años después del inicio de la pasada crisis, España recuperaba la renta per cápita previa al shock financiero, pero obviamente la distribución era incluso más desigual que entonces. La tasa de desempleo que se situaba en 2007 en el entorno del 8 por ciento diez años después rondaba el 14 por ciento, con números aún más gruesos para las cohortes más jóvenes. La ratio de desigualdad, medida por el «índice Gini», aumentó en la pasada crisis casi en dos puntos, con una ligera reducción en los últimos años de poco más de medio punto. El riesgo de pobreza saltó durante la Gran Recesión hasta más allá del 22 por ciento, y apenas se redujo en los últimos años. Lo que se traduce en que uno de cada tres niños estaba en riesgo de pobreza antes del inicio de la actual crisis. Son datos gruesos que nos muestran a las claras las cicatrices de la última recesión, que, aun con la recuperación de la cifra bruta de renta per cápita, presentan la imagen de un país socialmente muy polarizado.

Pues bien, este año la renta per cápita volverá a caer en el entorno de otro 10 por ciento, asumiendo un shock en poco más de seis meses similar al sufrido en el periodo 2008-2012, volviendo al fondo de la curva observada en las últimas décadas. Y, como entonces, seguimos disponiendo de un Estado de bienestar en el que las generaciones más jóvenes no están en el foco.

Sirva esta columna como un grito desesperado en favor de una revisión profunda de las políticas de protección social que deje a un lado al «votante mediano» o le pida, al menos, su comprensión para lograr una sociedad inclusiva. Una sociedad en la que los más vulnerables, entre ellos los «millennials», no sufran también los estragos de la crisis que viene, sino que tengan acceso al empleo como vía natural de inserción.

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